FICHA TÉCNICA.Vivir (Ikiru). Japón, 1952. Dirección: Akira Kurosawa; Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto e Hideo Oguni; Fotografía en blanco y negro: Asaichi Nakai; Música: Fumio Hayasaka; Edición: Akira Kurosawa; Con: Takashi Shimura (Kanji Watanabe), Nobuo Kaneko (Mitsuo Watanabe), Kumeko Urabe (Tatsue Watanabe), Miki Odagiri (Toyo), Kyoko Seki (Kazue Watanabe), Kamatari Fujiwara (Ohno), Minosuke Yamada (Saito), Makoto Kobori (Kiichi Watanabe), Shinishi Himori (Kimura), Yoshie Minami (Hayoshi) Haruo Tanaka (Sakai), Bokusen Hidari (Obara), Minoru Chiaki (Noguchi), Yunosuke Ito (el escritor), Nobuo Nakamura (el ayudante del alcalde), Kuzuo Abe (el concejal). Duración: 143 minutos.
La vida con sentido es puente de trascendencia
por Luis Arrieta Erdozain
A José Luis Chong y Garibay, Laoshi y estupendo amigo. |
“Vivir para vivir, sólo vale la pena vivir para vivir”.
Joan Manuel Serrat, cantautor catalán.
“Por sus frutos los conoceréis”.
Jesús de Nazareth.
VIVIR es una palabra muy corta, tanto en castellano como en japonés (Ikiru). Sin embargo, es una potente caja de resonancias, significados y raíces para todos los que hemos sido privilegiados con el don de la existencia (recuérdese que don refiere aquello que nos ha sido dado graciosa, gratuitamente, sin necesariamente merecerlo).
Son innúmeros los análisis que se han hecho sobre este vocablo. Los filósofos de la Grecia del apogeo ya se interrogaban sobre sus orígenes y alcances. Durante la Edad Media se privilegió la contemplación de esta palabra desde una perspectiva teocéntrica. Siguieron los movimientos renacentistas, el positivismo científico naciente y culminante en el siglo XIX. Entonces, ante el cúmulo de preguntas y de dudas que surgían ante cada nuevo avance o hallazgo significativo, sociedades enteras o algunos de sus grupos pensantes al menos, impulsaron el reacomodo de todo un universo de valores y verdades establecidas como incontrovertibles. Así, se perfilaba un nuevo orden más antropocéntrico.
Con todo, las cosas estaban lejos de haber sido solucionadas de una vez y para siempre. Europa, por ejemplo, así como algunos países de Asia oriental, aún deberían cimbrarse con dos grandes conflagraciones bélicas cáusticas, inhumanas, sangrientas. Y la voz, la autoridad moral en el momento fue asumida en buena parte por los que se revelaron como cabezas del movimiento existencialista. Filósofos y escritores, masas vapuleadas y élites confusas paladearon las fronteras de lo que nunca debió ser. Así, gente como Franz Kafka, Eugene Ionesco, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Samuel Beckett y más moderadamente pensadores como Karl Jaspers o Gabriel Marcel, entre un prolongado etcétera (como anota luego el cronista de sociales Mario De la Reguera), clamaron por el absurdo que implica existir en un mundo agónico en que, parafraseando a Nietzche, Dios había muerto en el corazón de los hombres.
A preguntas como la de cuáles -o de qué índole- son los frutos que justifican si mereció ser o no el devenir existencial de cada persona, es a lo que invita una película como Vivir de Akira Kurosawa, quien esboza planteamientos de este orden sin condicionar el libre juicio del espectador de su gran film.
Con notable habilidad, Kurosawa desarrolla la historia de la vida rutinaria, aburrida y sin aristas de un viejo burócrata con casi treinta años de servicios prestados en la oficina de la sección civil de la ciudad (aunque no se explicita nunca, parece ser la de Tokio de mediados de los cincuenta del siglo pasado). Como jefe de la misma y producto de una vida austera y sosegada, posee una casa cómoda y, con sus ahorritos, puede ser ubicado en la clase media. La escenografía, vuelta paisaje, la forman más y más legajos y expedientes acomodados o amontonados por doquier. Se antoja irrespirable el ambiente en ese cuchitril en el que trabaja al frente de un pequeño equipo de colaboradores. La voz en off en el planteamiento inicial de la cinta apunta que: “… El municipio y el trabajo sin sentido lo han consumido …”. Dicho viejo burócrata se llama Kanji Watanabe (caracterizado por Takashi Shimura) y ve cerca ya la fecha de su jubilación, adaptado a la mediocridad de sus funciones y adormecido por la rutina. Ante molestias estomacales cada vez más frecuentes, se da la licencia para acudir al médico para que le recete algo (hasta el momento, no ha faltado un solo día durante las casi tres décadas de servicios prestados). Por una conversación que tiene con otro paciente antes de ser recibido por el médico, confirma que el galeno miente cuando le informa el diagnóstico de su enfermedad y le prescribe tratamiento medicamentoso. Ahí su mundo aparentemente inalterable, su existencia gobernada por un patrón burocrático, se cimbra en sus estructuras más profundas. La noticia equivale a un balde de agua helada que le fuera lanzado sin previo aviso, y sólo entonces parece despertar para constatar, con dolor e impotencia, que su vida proba y disciplinada ha sido un verdadero desperdicio … ello con la certidumbre de que su vida se agota, que morirá irremediablemente en pocos meses. A partir de esta impronta, Kurosawa desarrolla una atmósfera envolvente en que el drama y el profundo anhelo por descubrir el sentido de vivir marchan contra reloj, sin perder sobriedad en cada uno de los enlaces secuenciales. Por ello, el que esto suscribe estima que si bien Kurosawa quiso aproximarse al universo de poesía, magia y tragedia de Shakespeare con su Trono de sangre (1957), adaptación muy personal de Macbeth, con Vivir ha logrado su vínculo más esencial con el inmortal dramaturgo inglés.
Ante lo inesperado de la noticia, pues, el viejo funcionario reacciona: encuentra confusión y nubarrones a su alrededor. Se siente desperdiciado a sí mismo, tibio, muerto en vida … de algún modo está cierto que, de no haber mediado la fatal noticia, difícilmente hubiera reaccionado. Se siente culpable, tonto y quiere olvidar. Recurre al alcohol, a sabiendas de que en su condición el espirituoso elíxir reduce el lapso de vida que le queda … y, de repente (“¡Qué cosas tiene la vida, Mariana!”), enmedio de su correría, tiene una atención con un desconocido que Kurosawa establece como verdadero y nobilísimo ángel caído, un jirón de la noche que, según se nos entera por su propia voz, es un escritor “… de novelas baratas” (interpretado por Yonosuke Ito). Cuando éste quiere pagar las medicinas que el afligido señor Watanabe le ha regalado y éste no acepta, se establecen las bases de una amistad ocasional, de camaradería fraterna. Watanabe le confía al escritor la terrible enfermedad que padece, matizando: “Yo quisiera morir pero no es tan fácil; es difícil. Quisiera morir pero no puedo. No sé para qué he vivido hasta ahora … Yo sólo … me irrito de mí mismo (…) Bebo este costoso licor en protesta por la vida que he llevado”.
La inesperada confesión de Watanabe conmueve al escritor. Se produce uno de los momentos más profundos del film cuando le responde: “Ahora veo que la desgracia tiene su lado bueno. Ella nos enseña la verdad. Su cáncer le ha abierto los ojos. Somos unos brutos. Reconocemos la belleza de la vida sólo cara a cara con la muerte. Son pocos los que lo ven. Muchos mueren sin saber lo que es la vida”. Luego de ello, este literato del que nunca se nos brinda su nombre, tras declinar que Watanabe sea el patrocinador de una larga parranda en la que sólo le pide que le muestre algunos de los goces de la vida desconocidos para él, con alegría no sólo acepta ser su guía, sino que le dice: “Gozar de la vida es un deber. Lo contrario es profanarla. Debemos codiciar el vivir (y) contento haré el papel de Mefistófeles. Un Mefisto que no pide recompensa”.
Así, Watanabe y su compañero de ocasión recorren los senderos de la noche (si bien ahora podrían parecernos un poco “light”, para Watanabe resultan inéditos). Concurren a las casas de juego, en especial a las máquinas tragamonedas; beben ríos de sake y whisky; se hacen acompañar de chicas del talón y disfrutan la variedad en diversos centros nocturnos, la magia visceral de los salones de baile y las grandes aglomeraciones humanas a las que convocan los atractivos y promesa de la noche. Luego, Watanabe goza de la buena mesa en distintos comenderos de postín, adquiere un “sombrero elegante” (que será la comidilla de quienes forman su círculo cercano) y hace obsequios y tiene atenciones de buen corazón con un ex-colaboradora humilde, pero que le comunica la alegría de vivir espontáneamente. Watanabe gasta cantidades que nunca se había permitido en su vida (cerca de 50,000 yens), flirteando con la vida cuando ésta casi le cierra sus puertas. Sin embargo, el juego de sombras y luces de las recompensas hedonistas no es perdurable. Quizá un poco más contento, pero se siente igualmente vacío … además –él lo sabe- su tiempo se acaba. Su figura evoca la de Sísifo, condenado a una rutina de trabajo absurdo e improductivo que, conociendo principio, no tendrá fin por decisión del Olimpo. ¿Qué es lo que ocurre? Trastabillea y muerde; la decepción y la desesperanza lo anegan, especialmente tras conocer los planes que ya tiene su hijo Mitsuo -Nobuo Kaneko-, por el que decidió no volverse a casar tras enviudar cuando podía aún volver a hacerlo, en su deseo por consagrarse a él y construirle el mejor porvenir posible (aceptó, incluso, que su vástago llevase a vivir a su mujer a su casa); luego, se producirá el amargo episodio en que Watanabe desea comunicarle a su hijo la enfermedad terminal que padece … sólo para enfrentarse al muro de su incomprensión tan llena de prejuicios como ambiciosa, que le impide comunicarle el hecho … además de romperle el alma al señor Watanabe. Falta a su trabajo. Los subordinados en su despacho, literal “raza de víboras”, ante la inaudita inasistencia de su jefe, chismorrean y hasta hacen planes sobre la sucesión en su puesto. En resumen: todo aquello que movió a su ser en la edad adulta, se derrumba sin significado. Su cosecha es de dolor y decepción: ¿tendrá fuerzas aún para caminar erguido y con la frente en alto hasta el último momento?
A estas alturas pareciera que, en la concepción de Kurosawa, el protagonista pequeño-buen-hombre y absurdo, sin anhelos de vida pero sí en pos de la gran respuesta (¿para qué existí?), sólo tiene una alternativa: el suicidio (vía el ritual sepuku para, dentro de todo, morir “honorablemente” … aunque hay que recordar que don Akira no es Yukio Mishima) o, en caso contrario, encontrar algo que, aunque sea “al cuarto para la hora”, justifique su existencia que, en confesión a la joven colaboradora que lo alegra, resume así: “No puedo ni recordar lo que hice en la oficina los últimos treinta años. Sólo puedo recordar que estaba ocupado y aburrido”. La solución dramática de la obra tendrá todo un tour de force hasta el momento en que el protagonista elija. Sólo entonces, ingresará con toda su cálida potencia la fascinación declaradamente humanista –sin dejar de ser realista- que Kurosawa imprime a la mayoría de sus films.
El burócrata oxidado y enfermo por la ausencia de ideales despierta. Elige uno de los cursos posibles (curiosamente planteado desde los inicios mismos del film y que su propio despertar de conciencia le recuerda, precisamente cuando más lo necesita): opta por la causa vecinal que le presentó gente del barrio de Kuroe que, cuando le fue expuesta, desatendió y cursó en el intríngulis de la estructura burocrática nipona, en que se condena a ciudadanos inquietos por impulsar una obra pública justa (la construcción de un pequeño parque donde ahora se estancan aguas que, a fuerza de no tener movimiento, acaban por pudrirse y provocar generación de insectos y enfermedades infecciosas), a una suerte del mexicanísimo “ratón loco”, para yendo a muchas partes no llegar finalmente a ninguna, ni resolver lo perseguido. Claro, todo ello muy en el Kafka style de El Castillo.
Lograr su propósito no sólo por apoyar, sino para que sea una realidad el proyecto anhelado por familias pobres que lo solicitan con determinación, supondrá para Watanabe largas antesalas, concurrir innumerables ocasiones con el mismo funcionario responsable de la oficina de gestión en turno, ser sujeto a sobajamiento, burlas y humillación … incluso, afrontar con entereza amenazas de muerte de gente de la Yakuza (mafia japonesa), que ya le echó el ojo al predio en cuestión para establecer un “barrio alegre”. Ello bien puede anticiparlo el protagonista, en tanto ha formado parte muchos años de la ineficiente y valegorro estructura administrativa gubernamental.
Cuando esto sucede en el film, en una lograda audacia narrativa, Kurosawa anticipa el desenlace personal de Watanabe y, a partir de los recuerdos fragmentarios de sus cercanos, gente del barrio de Kuroe y hasta de un importante personaje incidental, se reconstruye el trayecto final del proyecto social y de la vida misma de Watanabe. Este recurso narrativo, antes utilizado por Kurosawa en su célebre y multipremiado Rashomon (1950), permite al espectador de Vivir conocer la iniquidad y falta de escrúpulos, especialmente por parte de las autoridades, quienes se atribuyen los méritos de la consumación de la obra. Sin embargo, la memoria popular no es ingrata y reconoce de viva voz, con su afecto, consternación por su muerte y condolencias durante su velorio quién fue el verdadero impulsor de una obra de bienestar y calidad de vida que trasciende a la vida de su gestor, para beneficio de las generaciones populares actuales y por venir … e incluso -¿por qué no?, como lo sugiere Kurosawa en una toma, de la propia presencia espiritual de Watanabe. Parte de la verdadera magia de la existencia que sustenta Vivir es que una vida condenada al olvido más indiferente, logra en su último trayecto su sentido más trascendente y definitivo.
Es insufrible la mezquindad de sus otrora colaboradores, salvo dos, así como la cortedad de alcances tras lo que les fue dado y legado, tanto por parte del hijo Mitsuo como de su mujer. No le aunque: el ahora sí honorable y bienquerido señor Watanabe, antes de rebasar los límites de la vida terrena, paladea la cosecha de la mejor de las satisfacciones. La nobleza de los frutos obtenidos por este hombre de conciencia despierta acalló, incluso, cualquier afán de soberbia personal en él. Así, su realización personal alcanzada a pulso y aún en tiempo, lo invita a cobijarse bajo la sombra humilde del silencio que no busca ni pide reconocimiento. La obra tenía mandato, eso que ni qué. Atestiguarla como una realidad tangible y bienvenida por muchos es, con mucho, la más aspiracional de las recompensas posibles.
En el marco del neorrealismo japonés, corriente en la que se inserta Vivir, así como otros de sus films de la época, Kurosawa concede una especial atención en la exposición de lo que es y supone ser servidor público en el contexto del Japón de la postguerra. Los testimonios intercalados de varios de los colaboradores de Watanabe en el velorio no pueden ser más elocuentes: “Después de trabajar allí por algún tiempo, uno no puede hacer absolutamente nada; si alguien de verdad trabaja, lo consideran ambicioso … Más vale fingir que se hace algo y no hacer nada. No se puede hacer nada (…) Todo son excusas. Perdemos el tiempo (…) La gente habla de sobornos, autos de lujo, etc. Pero esto no es nada en comparación con el tiempo que perdemos”. Tras la extroversión de este lamentable desperdicio no sólo de tiempo y recursos, sino de sus propias capacidades y posibilidades como profesionales al servicio del Estado, conmovidos por el ejemplo de vida que les brindó con su desempeño final el señor Watanabe, al calor de los sakes declaran que su actitud será radicalmente distinta desde su próxima jornada laboral … también muy humanamente, Kurosawa devela al espectador la verdadera fortaleza de sus convicciones euforizadas: para la mayoría, continuará siendo más cómodo hacer que se hace, sin verdaderamente hacer; por otra parte, el sistema gubernamental mismo está tan anquilosado que no sólo favorece, sino hasta ve con buenos ojos que los funcionarios a su servicio se conduzcan así … por más lamentable que resulte constatarlo.
Este burócrata que se percató a tiempo de sus limitaciones y encontró modo de superarlas emparenta, sólo por este hecho, con otro paladín humanista que nos legó el genio de Akia Kurosawa: Dersu Uzala (1975) que muere en brazos de la naturaleza de la agreste estepa siberiana, así como con el sabio anciano viajero que convulsiona el universo interior de los marginados de Los bajos fondos (1957). Este héroe trágico, con más del noventa por ciento de su vida desperdiciada logra, con la determinación que le brindan las luces conquistadas y el empuje de sus últimas fuerzas, dar significado memorable a la palabra Vivir (¿podremos experimentar la alegría interior de haberlo conseguido al final de nuestros días?).
En lo personal, me quedo maravillado con esa escena que refiere el policía que concurre al funeral de Watanabe: el buen hombre feliz, solo, de noche, con un intenso aguacero bañándolo, ostentando su sombrero elegante recién adquirido, columpiándose en uno de los juegos del parque y cantando con voz lacónica e intensa “La vida es corta”. Conjunto epopéyico inolvidable que sabe tocar las fibras del corazón.
Vivir es, pues, la historia de la victoria existencial de un individuo de camino al olvido, en el marco de una sociedad entumecida por el no hacer, haciendo que se hace. Es claro que muere satisfecho quien no se avergüenza de lo que ha vivido (con todo y altibajos, así como ocasionales desviaciones de ruta); muere contento quien obtuvo de la vida lo que ésta daría de sí; muere ufano quien, tras aceptarse como suma de sus propias cicatrices –como diría Sartre- sabe que el absurdo de vivir se compensa con creces con la gloria de trascender.
APUNTE BIOGRÁFICO DEL REALIZADOR.
AKIRA KUROSAWA nace en Tokio, Japón, el 23 de marzo de 1910, como el hijo menor de los siete hijos procreados por un oficial descendiente de samuráis, de formación militar y que luego se dedica a ser maestro de deportes y una mujer perteneciente a una familia de comerciantes en Omori, Tokio. Cursa sus estudios en la Escuela Superior de Kyoto pero, como ocurre también con el gran Kenji Mizoguchi, ingresa a una academia de artes plásticas en que estudia bellas artes y se avoca particularmente a la creación pictórica. Aquí es importante acotar que, en el caso de ambos realizadores nipones, el profundo y sensible sentido plástico presente en sus films, deriva definitivamente de las exploraciones efectuadas en pos de su vocación primera.
Para ganarse la vida, Akira se ocupa como dibujante, ilustrador y hasta caricaturista. Sin embargo, tanto su temor de no ser el gran pintor que Japón y el mundo esperaban, como el hecho de ganar un concurso para ayudante de dirección en los Estudios PCL, luego absorbidos por la Productora Toho, la más importante del país, abren para él las puertas de un medio insospechado y al que consagraría lo mejor de su talento.
En los estudios trabaja con varios directores y, tras sus experiencias primeras, llega a pensar en abandonar aquella profesión … hasta que se incorpora al equipo de Kajiro Yamamoto, cineasta comercial y fecundo, como argumentista y asistente de dirección. Este “propedéutico” se prolonga por siete años, justo desde 1936 y hasta 1942, con grandes aprendizajes atesorados en su curso. Al año siguiente, realiza su opera prima: La leyenda del Judo (1943), con guión suyo a partir de la novela de Tsuneo Tamito. En este film, Kurosawa no se muestra aún como un innovador nato, pues la tradición cinematográfica había abordado el tema ya desde diferentes perspectivas, con buenos y malos resultados. Sin embargo, el novel director impregna su primera obra de ese “algo” que hace indiscutiblemente oriental a la película. Si en ella logra conjugarse lo espectacular de esta arte marcial con su profunda filosofía asociada, exigía que el realizador fuese talentoso y ducho en el código ideológico-formal que soluciona. Con todo, el marco contextual de su iniciación en el oficio de cineasta no podía ser más deplorable: a la mera mitad de la segunda guerra mundial, con su país como combativo integrante del llamado Eje. De esta cinta, haría una segunda parte –La leyenda del Judo II, 1944-, ambas de gran espíritu nacionalista. Pero lo importante de la primera, en última instancia, es que Akira había rugido ya.
Detengámonos un momento en el escenario histórico cuando da vida tanto a Los hombres que caminan sobre la cola del tigre (1945) y Los que construyen el porvenir (1946). La nación nipona intentaba sobreponerse a la mortandad y cicatrices que la conflagración bélica mundial había dejado en su territorio y en su gente. El desconcierto era general; la ocupación norteamericana, aún un hecho que se toleraba muy a regañadientes; la antes floreciente industria del cine japonés, se advertía maniatada y pobre. Los Estudios Toho acometían pocos proyectos fílmicos ante la escasez de recursos. De las 2,500 salas de exhibición que funcionaban hasta antes de la guerra, para 1946 sólo subsistían mil. La situación era precaria, pues, y poco alentadoras las oportunidades para la creación de nuevas obras. Japón estaba deseoso de enterrar en el olvido las dos dolorosas puñaladas que tenían por nombre Hiroshima y Nagasaki, entre suicidios rituales (como el del afamado literato Yukio Mishima), escaramuzas y balaceras entre rebeldes y ocupantes … y el marco de una cultura imperial ancestral que se negaba a morir asesinada por la doctrina del capitalismo, de la tecnocracia-tecnología y el dólar. En esta circunstancia, empieza a cobrar forma y fuerza la obra de un gigante del cine mundial como lo es Akira Kurosawa.
Tras realizar algunas obras menores dentro de su producción (El más dulce, 1944 y Los hombres que caminan sobre la cola del tigre, 1945), introduce en su creación la realidad moderna inmediata, aquella a la que él y su pueblo se enfrentaban en lo cotidiano, de donde surge No añoro mi juventud (1946). En ella reconstruye crítica y realistamente un enfrentamiento entre universitarios y castrenses en 1933. Luego, da vida a una trilogía no preconcebida con Un domingo maravilloso (1947), la espléndida El ángel ebrio (1948) y El perro rabioso (1949), thriller en que ofrece una visión neorrealista del Japón de la postguerra. En esta terna, Kurosawa empieza a manifestarse como el vigoroso humanista capaz de realizar films tales como El camino de la vida (1970) o Dersu Uzala (1975). En El ángel ebrio –no resisto traerlo a cuento-, la trama confronta a un médico alcohólico y a un gángster tuberculoso. Aquí se establece otro de los grandes legados de Kurosawa al cine mundial, al iniciar en este film la amplia convocatoria del cineasta a uno de los grandes actores del séptimo arte: el inolvidable Toshiro Mifune (entre otras caracterizaciones memorables, la del “hombre del carrito”).
A la par que Kurosawa se consolida, para fines de los cuarenta, el cine japonés se encuentra en plena recuperación. Este renacimiento, este reencuentro cabal del pueblo nipón con el medio de comunicación más expresivo con el que cuenta el hombre, viene enmarcado con lo que se dio en denominar neorrealismo japonés, que si bien guarda pocas semejanzas con el italiano, cumple una función análoga, sin perder su identidad propia al exponer y asumir posiciones frente a los problemas contemporáneos y la incontrolable nostalgia del Japón que fue.
En 1950, con su Rashomon, Kurosawa devela el cine japonés a Occidente, donde era virtualmente desconocido. En éste su primer éxito internacional, Kurosawa condena, tajante, a los héroes tradicionales de los films-sable, al exponer distintos puntos de vista acerca de una violación ocurrida en el siglo XI, oponiéndose peligrosamente a las preferencias de los grupos militares gobernantes del país. Con este film magistral, Kurosawa merece el León de Oro en el Festival de Venecia y el Oscar a la mejor película extranjera en 1951.
A partir de aquí, se hablará de Kurosawa utilizando mayúsculas: El idiota (1951), basada en El príncipe idiota de Dostoievski, consiguió una dimensión tal que es considerada como la versión cinematográfica más lograda de la obra del literato ruso. Vivir (1952), la cinta que nos ocupa, es apreciada como una de sus grandes obras maestras, al narrar la épica de un burócrata desahuciado en pos de un anhelo: dotar de un parque a la gente de un barrio pobre que lo ha solicitado reiteradamente a indiferentes autoridades. Luego, Akira atrae la atención de los críticos con Los siete samuráis (1952) en la que, respetando los lineamientos generales del western, lo translada al ambiente oriental, con tal éxito que después es adaptada “a la americana” en el film titulado Los siete magníficos. Gana con ella, nuevamente, el León de Oro del Festival de Venecia. En semejante situación se encuentra Yojimbo (1961), cuyo personaje central es un samurái mercenario. Aquí lo curioso es que, en opinión de algunos analistas, un western nipón inspira –aunque sólo sea argumentalmente- al primer film con éxito internacional de la corriente spaghetti-western: Por un puñado de dólares (1964), dirigida por Sergio Leone y con Clint Eastwood en el protagónico que inicia, con esta caracterización, su propulsión a las esferas del superestrellato.
En Cielo e infierno (1963), Kurosawa desarrolla una trama policíaca por demás entretenida -pero hasta ahí-, a partir de la novela del norteamericano Ed McBain, cuando es secuestrado por error el hijo de un sirviente en vez del de un rico industrial. La fortaleza escondida (1958) plasma el terror atómico, tan justificadamente temido en el Japón de la postguerra. Un año antes, da vida a dos creaciones singulares: Los bajos fondos (versión Kurosawa de la obra de Máximo Gorki) y Trono de sangre, a las cuales nos referimos ya en el artículo precedente. En 1965, acomete Barbarroja que resultó un fracaso comercial y, en 1968, es co-director, junto con Richard Fleischer, de la superproducción norteamericana Tora, Tora, Tora. En El camino de la vida (1970), Akira realiza su primer film individual a todo color donde entrelaza tragicomedias en las que recorre desde el alucinante realismo de un demente hasta la frustración de un asaltante ante el absurdo e inesperado espíritu de colaboración excesiva del asaltado, cuando el rufián busca desvalijarlo. En otro episodio, la presencia del suicidio y la miseria social brindan elementos de los que Kurosawa decanta un tratamiento con tintes poéticos, a la par que da forma a un retrato del otro rostro del desarrollo económico.
A pesar de su ostensible logro, El camino de la vida no funciona en taquilla como se esperaba, por lo que se vuelve azaroso para el gran cineasta encontrar productores para sus siguientes proyectos. Ello lo sumerge en una profunda depresión, que lo lleva a un intento de suicidio. Sólo cinco años después y con el apoyo de la entonces Unión Soviética, obtiene financiamiento para filmar Dersu Uzala, uno de sus más extraordinarios y memorables trabajos, al llevar a la pantalla las memorias del explorador Vladimir Arseniev. Con ella conquista el gran premio del Festival de Moscú y, nuevamente, el Oscar a la mejor película extranjera en 1975.
En 1980, recibe el Oscar por su trayectoria y filma Kagemusha, con el respaldo de George Lucas y Francis Ford Coppola. Esta cinta le vale la Palma de Oro del Festival de Cannes. En 1984, Kurosawa abreva nuevamente en el venero Shakespeare, al dar vida a Ran, su versión cinematográfica a King Lear. Con producción de George Lucas y Steven Spielberg, da vida a Sueños. La vasta y meritoria obra se completa con sus dos últimos trabajos: Rapsodia en Agosto (1991) y Madayayo (1992).
El estilo y temáticas abordadas por Akira Kurosawa en su obra reflejan, confrontan y acrisolan valores universales imperecederos, así como destellos del dark side del alma humana. Ello lo hace, por ejemplo, a partir de las películas en que aborda la escisión del espíritu nacionalista del Japón entre su pasado y su presente. Alguna vez declaró Kurosawa: “Me gustan los extremos porque los encuentro más vivos”. No se amilana ante ellos, a la par que los contiene y retiene justo en sus límites. Su obra lo revela como un investigador y exégeta de la naturaleza humana y sus actos … pero también como un egregio humanista que proyecta lo mejor del hombre a niveles que trascienden la iniquidad y la soberbia.
A los 88 años de edad, el 6 de septiembre de 1998, muere mientras dormía en su casa de Tokio … pero estoy seguro que se mantiene vivo, contemplando los efectos bienhechores de su obra, como él mismo sugiere sucedió tras el deceso del señor Watanabe en Vivir, cuando éste pareciera que se asoma desde el puente a constatar cómo niños y gente buena disfrutan a rabiar el parque público que se empeñó en lograr fuese erigido.
FILMOGRAFÍA:1942 La leyenda del Judo (Sugata Sanshiro).
1943 El más dulce (Ichiban Utsukushiku).
1944 La leyenda del Judo II (Zoku Sugata Sanshiro).
1945 Los hombres que caminan sobre la cola del tigre (Tora no o Fumu Otokotachi).
1946 Los que construyen el porvenir (Asu o Tsukuru Hitobito).
1946 No añoro mi juventud (Waga Seishun ni Kuinashi).
1947 Un domingo maravilloso (Subarashiki Nichiyobi).
1948 El ángel ebrio (Voidore Tenshi).
1949 Duelo silencioso (Shizukanaru Ketto).
1949 El perro rabioso (Nora Inu).
1950 Escándalo (Shubun).
1950 Rashomon.
1951 El idiota (Hakuchi).
1952 Vivir (Ikiru).
1954 Los siete samuráis (Shichinin no Samurai).
1955 Crónica de un ser vivo (Ikimono no Kiroku).
1957 Trono de sangre (Kumonosu Djo).
1957 Los bajos fondos (Donzoko).
1958 La fortaleza escondida (Kakushi Toride no san Akunin).
1960 Los canallas duermen en paz (Warui Yatsu Hodo Yoku Nemuru).
1961 Yojimbo.
1962 Sanjuro (Tsubaki Sanjuro).
1963 Cielo e infierno (Tengoku to Jigoku).
1965 Barbarroja (Akahige).
1968 Tora, Tora, Tora (co-director, con Richard Fleisher, de esta superproducción norteamericana).
1970 El camino de la vida (Dodes’ Ka-Den).
1975 Dersu Uzala.
1980 Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha).
1985 Ran.
1990 Sueños (Konna Yume Wo Mita).
1991 Rapsodia de agosto (Hachigatsu no Rapusodi).
1992 Madadayo.
Luis Arrieta Erdozain
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